Carta a los jóvenes escritores

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Hace ya unos años, cuando estaba estudiando segundo de bachillerato, nuestra profesora de literatura universal vino a clase con una hoja de periódico muy bien dobladita y amarillenta ya, y unas treinta fotocopias de la misma. Se trataba de un artículo que Camilo José Cela escribió para el ABC en 1998, cuatro años antes de que muriese, y que tituló Carta a los jóvenes escritores. Su lectura, en aquel momento, fue para mí una gran revelación. Sentía que aquella carta me estaba hablando directamente, que había sido escrita para mí, y para nadie más. Carta  a los jóvenes escritores. ¡Yo soy joven! ¡Y soy escritor!

La carta la he guardado desde entonces con mucho cariño, la he releído de vez en cuando, encontrando cada vez una lectura distinta. Llegado el día, incluso la colgué en la pared delante de mi escritorio para tenerla siempre presente (el artículo viene acompañado de una ilustración que me parece preciosa, y cuyo autor/a desconozco, que quedaba de maravilla en mi pared blanca). Un día me dio por buscarla en internet, para ver si podía compartirla con vosotros aunque fuera por las redes sociales (¿sabías que tengo Facebook?), pero no encontré nada. Me extrañaba y me apenaba a la vez, porque era un texto que valía la pena leer.

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La carta en cuestión con su ilustración. 

Me fui de erasmus y tardé un tiempo en volver a mi casa. Cuando lo hice, no me di cuenta de que la funda de plástico con la carta de Cela ya no estaba en mi pared. Esta semana, mientras buscaba un lápiz que había perdido, me he encontrado con la fotocopia de la carta, metida en una funda de plástico, en el hueco que hay entre el escritorio y la pared. Se me debió de descolgar en algún momento y no me di cuenta. La releí, como tantas otras veces, y decidí que era un buen momento para compartirla con vosotros/as. 

Cela en 1998 estaba haciendo algo que hoy hacemos muchos de nosotros con mucha libertad: dar consejos para escritores. El artículo de Cela es sencillo, sin grandes alardes. Los consejos que da, de sentido común. Sin duda, en estos tiempos en los que todos damos consejos sobre todo, la carta de Cela no resulta ninguna gran novedad. En los tiempos de internet, de los blogs, en el auge de la escritura creativa, sus palabras no descubren nada a nadie. Y sin embargo, expresan tanta sabiduría y experiencia que uno no puede sino sentirse sobrecogido. O por lo menos así me siento yo. Es como cuando hablas con un anciano y te da consejos sobre la vida o el amor. No te cuenta nada que no sepas, pero escuchas. Cela es un viajero del tiempo que viene del pasado para recordarnos cosas que, aunque sencillas, son fáciles de olvidar. Y es en esa sencillez (que no simpleza), donde radica, a mi juicio, la genialidad de esta carta. 

Os dejo con Camilo José Cela.


Carta a los jóvenes escritores.

Me gustaría tener ingenio y fuerzas bastantes para alentar a los jóvenes escritores a fajarse a luminosos cintarazos con la literatura, esa rara conciencia que late en algunas cabezas o algunos corazones; en el otoño nace, como todos los años, el tiempo de los premios literarios y su secuela de ilusiones y decepciones, y pienso que ésta no es mala ocasión para recapitular sobre lo que jamás acaba de ser digerido: la irresponsable fatalidad de la literatura, ese escape por el que a veces ni cabe si quiera un suspiro, un lamento ético o un grito social o político. 

Nadie somos nadie -y yo menos que nadie- para dar consejos a nadie. Cuando era más joven y más peleón solía decir que no daba consejos a nadie porque era preferible que cada cual se equivocase solo; ahora pienso lo mismo, bien lo sabe Dios, pero no lo digo porque quizás se me están quitando las ganas de arreglar el mundo desde sus remotos orígenes. 

La literatura vive de su propia substancia y algún día todos nos daremos cuenta del daño que le han hecho las derivaciones ajenas a lo que debería haber sido siempre su inicial propósito. La literatura es una cultura que se transmite a través del tiempo, una carrera de antorchas que cada cual lleva hasta donde puede y los demás le dejan, para entregar el testigo a quien le toca ahora correr. 

En España hay hoy, como ha habido siempre, una pléyade de jóvenes escritores, unos ya granados y otros por granar, que ocuparán gozosa e inevitablemente los lugares que a cada cual corresponda. Yo me permitiría rogarles que no atendiesen más que lo suyo (su vocación, su dedicación diaria, su afán de sinceridad y de perfección) y que diesen de lado a todo aquello que pudiera apartarlos de su difícil y hermoso camino. Todos estamos metido en el mismo barco y todos navegamos por la misma mar, de todos nosotros alguno se salvará y algunos otros serán devorados por las aguas bravísimas de la palabra, eso que es la materia prima y la esencia misma de la literatura. La literatura es la palabra y debajo de cada palabra subyace sutil y armoniosamente una idea y no ninguna otra; por eso es necesario adivinar la palabra, acertar con la palabra que sirva para decir lo que queramos y que no se resista a brotar de los puntos de la pluma. El subterfugio de las comillas debería estar prohibido en la literatura porque cada palabra tiene su valor y significado y no ningún otro; el matiz que queremos dar a una palabra al entrecomillarla supone querer decir algo que se llama de otra manera y lo que hay que hacer es seguir buscando con muy paciente ahínco. 

Este oficio de escribir es duro y no siempre rentable ni compensador; nuestra venganza contra la sociedad y el estado de ánimo que no siempre nos entiende estriba en seguir escribiendo y no tasarnos jamás porque, para no salir de pobres, más vale que nos pertrechemos con nuestro propio orgullo, nos escudemos en nuestro propio parapeto y nos armemos con nuestra propia daga. Me gustaría que mis jóvenes compañeros de oficio no abdicasen jamás de su posible maestría presente o futura, y que ya se ha enseñado o acabará enseñándose cualquier día. En ese diario examen de conciencia que cada escritor hace cada noche antes de irse a dormir, de nada vale la referencia a quienes seguimos vivos, porque no se trata de ser mejores y más sólidos que Alberti, que José Hierro, que Claudio Rodríguez, que Torrente Ballester, que Ana María Matute o que yo mismo, sino que Berceo, que Góngora, que fray Luis, que Cervantes, que Quevedo o que Valle-Inclán; las metas hay que ponerlas siempre a la justa distancia y jamás demasiado próximas. Muchos compañeros de oficio que nos niegan el pan y la sal al ponerlo todo en cuarentena, pierden demasiado el tiempo porque el del escalafón no es camino saludable. Todos nos debemos al calendario, a la vocación y a la suerte, y de nada vale querer pasar por la vida con un antifaz, sea del color que fuere. 


Camilo José Cela. 



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